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CARONTE

  • Foto del escritor: AUTORES PUNTO 10 -CREACIÓN LITERARIA IDARTES
    AUTORES PUNTO 10 -CREACIÓN LITERARIA IDARTES
  • 21 nov 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 22 nov 2020

Miguel Sierra.

CUENTO


ÁRTE ABSTRACTO
Artista: AYKUT AYDOGDU

El teléfono sonó insistentemente. Salí corriendo de la ducha para contestar antes de que colgaran del otro lado de la línea. No me di cuenta de la camisa en el suelo, sólo hasta que resbalé con ella. Luego de incorporarme con alguna dificultad, el fuerte dolor en la cabeza me nubló por un momento la visión y cuando al fin tomé el auricular escuché la voz de María más lejana de lo normal.


—Apúrate, ya es tarde —me dijo con un tono afanado. En las otras tres o cuatro cosas que escuché, sentí como el volumen de su voz regresaba a la normalidad. Era sin duda otro efecto del golpe.


—No olvides pasar antes por la floristería y traer la corona —me recordó (una de esas tres o cuatro cosas que me dijo posteriormente).


Me vestí lo más rápido que pude. Sentía el cuerpo pesado, lento. Como si estuviera metido entre una especie de gelatina viscosa que ralentizaba mis movimientos. Sentía cómo el tiempo pasaba rápidamente, pero al mismo tiempo todo iba como en una especie de cámara lenta, como en esos sueños donde uno escapa de algo y entre más rápido se quiere huir más lentos son los movimientos que la futura víctima puede hacer para escapar. Salí de mi apartamento y caminé a paso largo hasta el vestíbulo del edificio. Tomar el taxi me llevó unos cinco minutos. Apenas para planear la mejor ruta hasta la funeraria..


“Al llegar a la funeraria, vi mucha gente. Era una curiosa reunión de pingüinos solemnes que andaban de un lado para otro, casi sin mirarse entre sí”

Era un día gris. Todos los días en que hay un funeral de alguien conocido son grises. Grises y lluviosos. Llegué a la floristería y una mujer con una extraña cara de alegría me atendió. Me sentí bastante incómodo. Ella parecía no entender la situación. Una sonrisa alegre para alguien que va a comprar un arreglo mortuorio no era lo apropiado para el momento, pensé. Pero no dije nada. Al llegar a la funeraria, vi mucha gente. Era una curiosa reunión de pingüinos solemnes que andaban de un lado para otro, casi sin mirarse entre sí. Su solemnidad se percibía desde ese andar pausado y serio pero caótico al mismo tiempo. Sus uniformes oscuros, ceremoniales, encajaban a la perfección con el tono del día. Vi entre la gente a María. Estaba hermosa como siempre.


Con un bonito vestido negro, casi ceñido a su cuerpo delgado (un poco más delgado de lo que yo

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prefería, pero no por eso menos grácil), un toque de maquillaje que apenas resaltaba sus grandes ojos cafés y un peinado más bien conservador, con el cabello recogido (extrañé ver su hermoso cabello largo extenderse por su espalda), me esperaba en la entrada de la sala donde se llevaba a cabo el velatorio. Me miró y sonrió con cierto disimulo. Como si fuera un acto de irrespeto sonreír en un velatorio. Pensé que era una estupidez. Ningún difunto pediría tanta reverencia en su propio funeral. Caminó junto a mí mientras llevábamos el arreglo y lo ubicábamos en la pila confusa de flores blancas y cintas moradas cuyas letras doradas se combinaban de manera solemne (igual que los pingüinos) conformando en alto relieve el nombre del finado.


“Ningún difunto pediría tanta reverencia en su propio funeral.

Miré a Alberto, mi hermano menor. Miré a Sofía, una antigua compañera de la universidad. Descubrí entre los asistentes a tres o cuatro vecinos del edificio con los que tenía una buena relación. Siempre fueron muy cordiales conmigo y con mi madre, con quien yo vivía hasta su muerte hace unos tres o cuatro años.


—¿Estás listo? —preguntó María mirándome a los ojos mientras yo contemplaba de cerca el cajón de madera, donde reposaba inerte eso que alguna vez había sido una persona con sueños, con ideas y orgullo, con bondad y algunas mezquindades. Con planes truncados y un pasado de añoranzas y nostalgias. Con una infancia de recuerdos y una vejez que nunca estuvo presente. Nunca lo estaría.


—Ya estoy listo — contesté sin girar la mirada. Tomó el cuchillo y me tomó del brazo mientras lo hundía con suavidad en mi costado


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Al principio sentí un dolor un poco agudo. Luego un calor que bajaba hasta abrazarme la pierna. Unos segundos después tranquilidad. Salimos juntos y sin prestar atención al desfile de pingüinos que entraban y salían en aquella procesión ridícula, nos alejamos y tomamos el último taxi.




Adentro seguirían todos despidiendo al difunto. Seguirían luego con su vida y su rutina tratando de olvidar el dolor y el vacío y el día gris del funeral. Dejarían atrás el uniforme negro y la marcha solemne. Recogerían todo y venderían el apartamento y no dirían nada del accidente, del hombre muerto, del aviso en el periódico, del teléfono que siguió repicando y que nadie contestó simplemente porque estaba agonizante en el suelo.



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