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Lilibeth García

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Caí en este mundo con el nombre que reúne la lucha de todas las brujas. Mi vida es una cadena de infortunios. Nací un viernes 13, el día en que salen los monstruos de sus agujeros, sin que se me fuera consultado el hecho de mi existencia. No he podido soplar las velas completas desde que la adultez me dio su golpe de realidad. Ya no me queda tinta para dibujar nuevos paisajes, pero sí para poder dar nombre a las sombras que salen por la puerta del sótano, y a manera de espejo, que las personas puedan reconocer las suyas en la forma como las he vuelto palabra.

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Rebeca Urazán

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Se escribe en una máquina de escribir

Miguel Sierra

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Me llamo Miguel Sierra. Nací un sábado de junio de la primera mitad de los años setenta en esta, mi ciudad, la musa de mis días, la bella, fría y a veces sobrecogedora Bogotá. Soy hijo de barrio popular, escuela y universidad públicas, padre de un hijo, un perro y una gata. Dedico mi vida a enseñar, como sólo los soñadores un poco ilusos hacen, para tratar de cambiar en algo el rumbo gris de muchas juventudes sin norte ni oportunidades.

 

No siempre quise ser maestro. La vocación llegó con los años y el andar en la vida buscando un futuro. Antes de todo eso, supe que quería escribir. Siempre me fascinó el sencillo acto de crear mundos e historias con los trazos de un lápiz. Recuerdo que, de pequeño, en unos cuadernos maltrechos y llenos de “orejas” por el uso, me dedicaba a recrear las viñetas de condorito, pero poniendo mis propias historias y peripecias a los dibujos que copiaba y coloreaba por horas antes de armar una historia infantil. Luego, entre clases de matemáticas, inglés, español y literatura y democracia, pasaba días creando historias, imaginando, maquinando fantasías.

 

Todo eso empezó a apoderarse de mí hasta el punto de tener que empezar a sacar esas historias en el papel. Al principio lo hice casi a escondidas. Era una afición oculta, como un vicio prohibido. Con el pasar del tiempo, ya en la universidad, sentía la necesidad de hacerlo. Escribir se convirtió en un escape y una forma de existencia. Tenía que escribir como tenía que respirar para vivir. Y ya no pude detenerme. La escritura es resistencia, rebeldía, pasión y obsesión.

 

Hoy, sin serlo de profesión, la llevo en la sangre. Cada vez que me siento frente a una hoja o una pantalla, el mundo empieza a girar y depende sólo de lo que cada frase quiera decir, de lo que ese ente invisible planee en cada línea, en cada párrafo. Hoy, soy un instrumento de aquel ser con vida propia que cada vez crece y se hace más inmenso. Ese Hyde que quiere devorarse el mundo y crear uno nuevo para abarcarlo todo en unas cuantas páginas.

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